4/12/12

EXPOSICIÓN. EL CAPITÁN TRUENO Y OTROS COLEGAS



Lugar: patio del Edificio Anexo del Ayuntamiento. Estará hasta el 18 de diciembre.

El Capitán Trueno era la primera presencia moderna española en la imaginación infantil de los niños de los años 50. Roberto Alcázar y Pedrín y El Guerrero del Antifaz nos resultaban anticuados, cosa de nuestros hermanos mayores. Nosotros oíamos Diego Valor y Matilde, Perico y Periquín. Leíamos la Colección Historias de Bruguera. Queríamos ser el niño de Raíces profundas.


Habíamos nacido en 1952, el año en que desaparecieron las cartillas de racionamiento. Empezamos a leer tebeos entre la entrada de España en la ONU y la visita de Eisenhower a Madrid. Tres años antes de que se editara el primer número de El Capitán Trueno en 1956 se había estrenado en el Coliseo España Ivanhoe, dos años antes El príncipe Valiente en el Álvarez Quintero y un año antes Los caballeros del Rey Arturo en el Florida. Todo estaba a punto para hacer realidad el sueño de Víctor Mora: «En 1956 se presentó la ocasión de realizar algo que yo quería hacer desde hacía mucho tiempo: crear un personaje de caballero andante que se moviera por una Edad Media hacia la que me habían atraído irresistiblemente los maravillosos relatos del ciclo artúrico».


De sus guiones y de los dibujos de Miguel Ambrosio Zaragoza Ambrós y Ángel Pardo, mis favoritos, fueron naciendo esas aventuras que tan bien se llevaban con lo que veíamos en las pantallas. Cuando en el primer número Trueno se presentaba a Ricardo Corazón de León en el campamento de los cruzados, estábamos en
el universo de Walter Scott filmado por Richard Thorpe. Cuando caía en el pozo del castillo de Morgano y lo atrapaba el pulpo gigante, estábamos en los universos de los monstruos de Harryhausen y de 20.000 leguas de viaje submarino, que se había estrenado un año antes en el Álvarez Quintero.

Trueno era, en el mejor sentido de la palabra, moderno. Y cosmopolita. Rompió la autarquía de la historieta española. Lo puedo garantizar. Lo leía en Tánger, donde competía en los quioscos con Tintin o Spirou. Una mañana de 1956 el chico del bakalito (colmado tangerino) que traía los pedidos a casa, sabiendo que yo debía guardar cama, me prestó, como un tesoro, los diez primeros números recién publicados.

Los devoré. Pocos días después, al volver del mercado, mi madre entró en mi habitación de enfermo trayendo prendido de su grueso abrigo de lana el aire limpio y frío de la calle. Del bolso de red de la compra sobresalía algo enrollado. Era el número 11, «El pozo de la muerte», mi primer Capitán Trueno. Lo leí mientras comía unas magdalenas de Porte, la confitería más elegante de Tánger, que mi madre me compraba no sé a costa de qué pequeños sacrificios. Eran magdalenas proustianas, pequeñas y con forma de concha, como la que Marcel mojó en la infusión de la tía Leontine.

No he vuelto a probar las de Porte. La magdalena de Proust que me devuelve las emociones, sabores, olores, gozosas incertidumbres y asombros de mi infancia es El Capitán Trueno. Hace pocos meses perdí a quien me compraba los Capitán Trueno y las magdalenas de Porte. En su homenaje enmarqué aquel El pozo de la muerte que me regaló la mañana que entró trayendo a mi habitación de enfermo el aire frío y limpio de la calle como si fuera una bocanada de vida. Además de sus méritos propios, El Capitán Trueno tiene el de formar parte de lo más querido de nuestras vidas.

Fuente: parte del folleto publicado para la exposición, escrito por José María Conget.


No hay comentarios:

Publicar un comentario